Un realismo no tan mágico. ¿Qué motivos llevaron a la actual situación colombiana?

Un realismo no tan mágico. ¿Qué motivos llevaron a la actual situación colombiana?

Por María Belén Granadillo M.

“En la noche, después del toque de queda, derribaban puertas a culatazos, sacaban a los sospechosos de sus camas y se los llevaban a un viaje sin regreso. Era todavía la búsqueda y el exterminio de los “malhechores”, “incendiarios” y “revoltosos”, pero los militares lo negaban a los propios parientes de sus víctimas. «Seguro que fue un sueño», insistían los oficiales. «En Macondo no ha pasado nada, ni está pasando ni pasará nunca. Este es un pueblo feliz».

Estas palabras podrían pasar fácilmente por una nota sobre los acontecimientos de estos días, días en que hemos sido testigos de una brutalidad estremecedora, días en que hemos visto incontables videos hechos por jóvenes que arriesgan sus vidas mostrándonos como se derrama nuestra sangre,  todo porque los grandes medios de comunicación colombianos como Caracol y RCN no sólo han desviado la mirada de las terribles violaciones de derechos humanos sino que también pretenden hacernos creer que aquí no ha pasado nada. Sin embargo, permítanme decirles que estas palabras pertenecen a mi querido García Márquez, palabras que reflejan perfectamente la realidad que ha vivido el pueblo colombiano por más tiempo del que nos gustaría aceptar.

Una realidad que por momentos parece ficticia. Y es que debe ser muy duro asimilar que las atrocidades que se han cometido no son algo como sacado de un cuento, sino que forman parte tangible de nuestro patrimonio. Capaz por eso somos la cuna del realismo mágico, porque lo inconcebible se nos ha hecho normal y la única manera de sobrevivir es la fantasía.

Llevamos a cuestas una historia escrita con sangre, sangre que fue derramada en nombre de “paz” o por lo menos eso nos dijeron.  ¿Pero es acaso la historia un amasijo de mentiras hechas verdades por los poderosos contra los pobres?

Lamento decirles que sí, que la historia colombiana ha sido contada por una seguidilla interminable de gobiernos de extrema derecha que nos vendieron el discurso del enemigo interno y nosotros lo compramos a ojos cerrados. Vivimos una guerra de hermanos contra hermanos porque nos convencieron que el que piensa diferente es un subversivo, un guerrillero, y que esa gente merece “mano dura” que no es más que una forma sutil de proponer aniquilarnos.

Y lo lograron mi gente, despojaron a quien protesta por sus derechos de toda humanidad. Quien reclama no es ciudadano, es el enemigo. Ahora yo me pregunto ¿Enemigo de qué? ¿Enemigo de la “paz”? ¿O no serán más bien enemigo de un status quo opresor que se ha perpetuado en Colombia por lo que parecen más de cien años de soledad?

Es que la conmoción de hoy contrario a lo que puede entender la comunidad internacional no suscita solo por la tan mencionada reforma tributaria. No, Colombia ha sido una olla a presión esperando a explotar y los sucesos de estos días responden a un cumulo histórico de descontento social causado por muchos factores.

En primer lugar y a mi criterio, el factor transversal del descontento social colombiano yace en una guerra fratricida que ha durado ya más de 50 años y que pareciera no terminar. Entre 1958 y 1974 después de una década de librar una guerra no declarada entre dos partidos políticos tradicionales, se consolido un pacto de poder entre conservadores y liberales.  El Estado quedó paritaria y milimétricamente distribuido con exclusión de todo quien no fuera conservador o liberal. O claro está, militar, a quienes se les reservó tácitamente el Ministerio de Guerra, rebautizado «de Defensa».

Esta “democracia” cerrada, duopolizaba el poder y los cargos públicos, impidiendo la participación de otras fuerzas políticas, esto sumado al fracaso de la reforma agraria, una reforma que buscaba devolver a los campesinos las tierras que le fueron arrebatas durante el conflicto, pero cuya ejecución no tuvo más que resultados escasos generando un incremento de la desconfianza del pueblo en su gobierno y agudizando la pugna entre campesinos pobres y terratenientes poderosos, fueron el caldo de cultivo idóneo para que alrededor de 1960 se originaran  incipientes grupos guerrilleros, conformados por campesinos de tendencias de izquierda cansados de la latente desigualdad social. Grupos que con el tiempo llegaríamos a conocer como las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia.

Estos grupos motivados por un clima internacional de luchas de liberación latinoamericanas, fueron sumando a intelectuales, docentes y estudiantes de ideologías marxistas-leninistas que creían en una Colombia con justicia social. Los reclamos más comunes de estos grupos eran la inclusión política en un Estado entonces bipartidista, la reparación y devolución de las tierras campesinas apropiadas por la coalición política terrateniente y la defensa de los intereses de la clase trabajadora como condiciones de trabajo digno, salud y educación.

Todos intereses lógicos y valederos, pero entonces, ¿por qué estas peticiones desataron en la masacre que hoy todos conocemos?

“Su amor desmedido por la democracia representa una seria amenaza para la United Fruit. Esto, caballeros, es bueno saberlo, no decirlo.”

Otra vez la literatura viene a darnos esa respuesta que todos sabemos, pero pocos nos atrevemos a decir. Estas peticiones contradecían las políticas de un Estado garante de los intereses de la oligarquía y los centros del poder mundial, empeñados en imponer en lo político, económico y militar la impronta neoliberal. Y así, a raíz de esta puja de intereses, empezó el conflicto armado que tiñó de rojo el territorio colombiano.

No nos olvidemos de traer a colación otros dos grandes protagonistas de nuestro conflicto. Y es que el Narcotráfico y el paramilitarismo han sido esenciales en la larga y dolorosa destrucción del pueblo colombiano. Ya en la década de los 90 entran en juego los grupos paramilitares o “autodefensas” que surgen como un mecanismo de “defensa privada” de la propiedad frente a las guerrillas. Sin embargo, con el tiempo estos grupos establecen relaciones clientelares con las élites locales, las fuerzas armadas y las redes del narcotráfico que dan pie a un uso desmesurado de la violencia en defensa de los intereses políticos y económicos de la oligarquía. Actualmente los grupos paramilitares siguen controlando aquellos territorios en los que el Estado colombiano no está presente y haciendo del terror un elemento del día a día en la sociedad colombiana.

Asimismo, el narcotráfico valiéndose de una inestabilidad critica tomo las fuerzas suficientes para apoderarse de la Republica colombiana. Solo hace falta refrescar un poquito la memoria para revivir el terror que se vivió durante los años 90 a causa de los atentados y la impunidad del famoso Pablo Escobar Gaviria, a quien el negocio de la droga lo había dejado con el suficiente dinero para pagar la deuda externa colombiana. Qué ironía haber rechazado esa oferta, parecía lógico no querer que un sanguinario tuviese ese control político sobre nuestra sociedad, pero no nos dábamos cuenta que bajo de la mesa se tranzaba  un negocio igual de insólito y fue recién en 1995 con el proceso 8000 que el pueblo colombiano se entera que el cartel de Cali había financiado la campaña electoral del entonces presidente Ernesto Samper impregnando de droga las instituciones gubernamentales colombianas y convirtiéndonos así en un Narco-Estado.

Durante años la sociedad colombiana invadida por el miedo fue testigo silencioso de las mayores atrocidades y actos de lesa humanidad. Vimos como el conflicto propiciaba el aumento del narcotráfico, del paramilitarismo, como aumentaban los incontables desplazados del campo a las ciudades incrementado así los índices de desempleo y por ende la pobreza y delincuencia común. Vimos cómo se destinaba todo nuestro presupuesto a la guerra mientras los niños en la guajira morían de desnutrición, vimos cómo se precarizaba la educación para volvernos cada vez más ignorantes y así generarnos esa “apatía política” con la que lograban comprar el voto de los más pobres a cambio de una mísera canasta familiar, vimos destapar fosas comunes atiborradas de los cuerpos ya fríos de personas inocentes. Vimos a nuestro propio ejército matar campesinos y ponerlos en uniformes guerrilleros todo por órdenes de los altos mandos que querían justificar a toda costa la perpetuación de esta masacre.  Y la lista sigue, son incontables los perjuicios que ha sufrido nuestro pueblo a causa de un Estado indolente que solo se preocupa por mantener vivo este negocio de la guerra y mantenerse ellos en el poder.

Hasta que, en 2016, después de décadas de conflicto, empezábamos a ver la luz. Teníamos la esperanza que, con el acuerdo de paz llevado a cabo durante el Gobierno del Expresidente Juan Manuel Santos, Colombia pudiera finalmente dar cese al fuego y empezar a reconstruirse. Pero como en Colombia lo increíble se hace real, aunque no lo crean, la paz tuvo opositores y entre ellos su líder el Expresidente Álvaro Uribe.

Con el gobierno actual en cabeza del presidente Iván Duque, fiel discípulo de las ideologías del Dr. Álvaro Uribe se ha intentado sabotear todas y cada una de las estipulaciones del acuerdo de paz mencionado. Una de ellas es la devolución de las tierras arrebatas a los campesinos durante el conflicto, tierras hoy en poder de los grandes terratenientes como nuestro mismísimo ex presidente el Dr. Uribe. Se ha intentado desacreditar a toda costa las investigaciones llevadas a cabo por la Justicia Especial para La Paz, investigación que ha traído a la luz como por lo menos 6402 personas fueron víctimas de los falsos positivos entre 2002 y 2008, periodo en el que Álvaro Uribe fue el presidente de Colombia. Y como si fuera poco se han asesinado más de 900 líderes sociales que habían alzado su voz en contra de este sabotaje.

Como si este contexto social de extrema desigualdad y violencia no fuese suficiente para generar una rabia social justificada que ya había desencadenado en protestas como el paro agrario de 2013 y el paro nacional del 2019 a nuestro presidente Iván Duque en plena crisis económica causa de una pandemia mundial le pareció una buena idea llevar a cabo una reforma tributaria que pretendía grabar los servicios más básicos y la canasta familiar mientras en simultaneo se daban concesiones a las grandes empresas para “reactivar la economía”. Y he aquí el estallido.

Queda claro que esta conmoción social no nace solo a raíz de la reforma tributaria, sino que este gravamen a costa del pueblo y las clases menos privilegiadas fue la gota que rebalso el vaso. Por eso a pesar de la retracción de dicha reforma, desde el 28 de abril de 2021 las calles colombianas se mantienen invadidas por un mar amarillo azul y rojo, de jóvenes, afros, indígenas, campesinos, trabajadores y activistas que cansados de tanta opresión y violencia alzan su voz en defensa de sus derechos.

Pero recuerden que el opresor no da su brazo a torcer tan fácilmente, y por ello nuestros mandatarios han dado luz verde al ejercicio de una brutalidad policial que ha conmocionado al mundo entero. Y con esto no culpo a los agentes policiales que cobran un salario mínimo, que no han recibido un entrenamiento apropiado y a quienes se les ha instaurado este discurso violento de que deben defender la patria del rebelde, sin darse cuenta que los mandan al matadero, a enfrentarse ante el pueblo al que ellos mismos pertenecen para defender los intereses de una minoría privilegiada. Por el contrario, culpo a la desidia de nuestros Gobernantes que en pos de sus intereses egoístas han desatado una guerra del pobre contra el pobre.

Y así nuestro pueblo sigue derramando sangre, pero esta vez lo hacemos conscientes, despiertos de que el verdadero enemigo no es nuestro hermano, ni quien piensa distinto. El verdadero enemigo es este discurso del odio y la violencia al que solo venceremos si cambiamos la narrativa, que, aunque parezca imposible, elijo confiar en que un pueblo unido puede convertir lo mágico en realidad.

Si tenés ganas de participar, dejarnos tu opinión o consulta, escribinos!
Compartir esta nota: